Diario de un hijo asfixiado y el rescate de la narración: Juan Ignacio Fernández Hoppe
En el documental El retrato de mi padre, el cineasta uruguayo sigue la pista de un músico anónimo, a través de una caja de objetos olvidados y los relatos de sus familiares.
“En estos momentos, Juan Ignacio está molestando, tratando de llamar la atención de su madre, quien excepcionalmente se ha permitido un descanso y está mirando en el video una película que le recomendé. Es notable cómo Ignacio está educado para no tolerar el ocio o la diversión o incluso la enfermedad de su madre”, escribe Mario Levrero un 27 de noviembre de 1990, en notas publicadas en su libro El discurso vacío. En ese instante de vida cotidiana, el insoportable niño desconoce que será parte de una gran novela. Tiene ocho años, vive con Alicia, su madre, y una suerte de padre sustituto que es un cúmulo de mañas incomprensibles.
Es octubre de 2023 y Juan Ignacio Fernández Hoppe cumplió cuarenta y dos, usa buzos de lana a rombos, se mueve jorobadamente y sus buenos modales, como otras facetas de su personalidad, como su locuacidad y detallismo, superan la orgullosa norma local. Cuando señala una guitarra acústica en una esquina de su living quiere decir Los Beatles, y su devoto fanatismo por el grupo de Liverpool. Cuando terminamos la entrevista, seguimos conversando en el ascensor y en la vereda me lleva el apunte para chusmear sobre las novedades del reducido grupo de directores uruguayos de cine con los que comparte, casi sin excepción, amistad y proyectos.
Hace poco volvió a mudarse y ahora vive en un departamento sobre Paraguay, una calle del centro de Montevideo, en el piso 4 de un edificio cuya decoración no ha cambiado en nada desde su apertura, en algún punto de los años setenta. Igual que en todas las paralelas que bajan hasta el mar, hay casas viejas, comercios que abren y se funden aceleradamente, mierda de perro, y la sombra de los plátanos que siguen creciendo sin dificultad cada año. Juan acomodó unos pocos muebles, una cama, y un monitor que ahora mismo, a mitad de la tarde, corta y pega audiovisuales de otros. Dice que tiene más trabajo que nunca, un montón de deudas para afrontar ligadas a su nueva película y que no calculó correctamente la cantidad de horas que decidió tomar, con el mismo fin recaudatorio, como docente de edición y guion en una escuela de cine de la Ciudad Vieja.
En silencio, prepara un café en la cocina. La palabra vuelve ante el recuerdo común de “¡Santiago!”, un músico extrañísimo de apellido Bogacz que nos hizo coincidir en uno de sus conciertos a una cuadra del mar, en el barrio Sur.
“Acá nos conocemos todos”, también dice el locutor que aparece todos los días en la tele cuando aparece una botella de Nix: una bebida burbujeante que le arrebató clientes a las grandes marcas con un sabor potable y un slogan tan intimidante como verosímil.
Si Juan Ignacio dijera algo como a la pasada, lo más parecido sería “mi sentido del deber es pesado, todavía no me he dado el permiso de cortar tranquilamente y no hacer nada”. Su perra se llama Moma, es grande y vieja. Sacarla a pasear le facilita algo de tiempo para boludear, para soltarse “a la deriva”. Un lugar que surge de imprevisto, cuando su auto sigue de largo luego de un trámite obligatorio, o tras una pista, cuando se mete en un bar de parroquianos perdido en la Costa de Oro con el atrevimiento de su constante curiosidad.
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“Mi padre fue hallado muerto con psicofármacos a su lado. A pesar de la sospecha de suicidio, mi mamá no creyó necesario hacer la autopsia. Yo tenía 8 años. Treinta años después me lanzo a descubrir la verdad”, reza un texto impreso en una de sus últimas publicaciones de Instagram que conduce a una nota sobre El retrato de mi padre, su segundo largometraje. La placa digital también avisa del estreno local en salas montevideanas, luego de su pasaje por festivales de Ámsterdam, Tenerife, Málaga, y Buenos Aires.
Días más tarde, en una función especial de Cinemateca, Juan le contará a una reducida platea sobre las decisiones de su oficio, y Santiago cerrará la velada con un concierto de piano alusivo.
Juan José Fernández Salaverría murió ahogado en la playa Obelisco del balneario Salinas, un 8 de febrero de 1990. La información se presenta al comienzo del film, mientras Juan inicia el primero de sus diálogos indagatorios de este thriller documental con el que busca acercarse a la verdad de la muerte de su padre. “Ese tipo de registros se mantienen hasta diez años para atrás. Después de ese tiempo, hacemos destrucción de material. Se junta, se quema y a las cenizas se las pasa por un proceso para que nadie las pueda restaurar”, le responde por teléfono un oficial de policía, para ahorrarse más trámites.
“Yo nunca utilicé la palabra suicidio”, dirá Alicia Hoppe, la madre de Juan Ignacio, sobre este fallecimiento sin causa aparente, unos minutos después, cuando el relato siga ordenadamente las sinapsis del espectador local, habituado a un destino conocido y cercano al de parientes, amigos o compañeros de trabajo. Desde hace más de un siglo Uruguay tiene una de las cifras más altas de suicidio en el mundo (el doble del resto de los países de Latinoamérica) con 23 suicidios cada 100.000 habitantes y en constante aumento desde que arrancó la pandemia.
Nadie sabe muy bien qué pasó con Juan José, salvo que fue un gran amante de la música y que en algún momento fue diagnosticado con depresión y comenzó a tomar psicofármacos.
Marina, la tía de Juan Ignacio, cuenta sobre los días en que su hermano se vestía como director de orquesta y gritaba “¡Bravo!”, cuando concurría a conciertos sinfónicos. Sobrevivieron recortes que testifican que dio clases de musicoterapia. Un sobrino conservó cintas con ensayos y composiciones de música experimental del propio Juan José. “Mi padre dejó en esa caja la banda sonora de la película, como diciendo: ‘acá la tenés’”, razona el director, que descubrirá otras pistas, entre papeles, revistas, recetas, y dibujos dedicados.
“Encontré poesía de mi padre que es dolorosísima. Todas esas kriptonitas que había en esa caja, y que daban cuenta del miedo a fracasar, a no lograrlo, de quedar a medio camino, hicieron herida”, reconoce Juan Ignacio, al tiempo que admite que, con los cuidados necesarios, ponerse a hacer películas puede ser curativo.
Juan José ya no salía de la cama y se había quedado con pocas palabras: “Hijito mío querido”, dejó escrito. Le gustaba ir a la playa para fumar y ver la luna.
No es la primera vez que Juan Ignacio hace cine con su parentela. En Las flores de mi familia (2012), su debut como director de largometrajes, sigue el conflicto por una mudanza entre su abuela materna y Alicia, su madre, un personaje que ya conocíamos de las novelas de Levrero y al que su hijo integra, casi como una socia, o actriz fetiche, con su encantador -o exasperante- pragmatismo argumental de doctora en psiquiatría y mujer de apariencia obstinada.
“La primera vez que yo agarré una cámara fue en la facultad”, rememora Juan Ignacio, sobre sus días de estudiante de comunicación, para meterse en el germen de su cine y sus protagonistas predilectos. “Nos mandaron un ejercicio que consistía en grabar un concepto. Eso terminó siendo la primera toma de Las Flores: yo, sin sacarme el pijama, hago un plano secuencia donde se ve al perro tomando leche; después mi abuela me dice ‘¿Qué estabas haciendo acá?’, y yo le contesto ‘No sé bien’. Después seguí filmando otras instancias en esa casa (donde convivían su abuela y su madre) y fui sintiendo el llamado de filmar así. Habiéndome criado con Levrero, meter lo biográfico en la obra era algo que se veía de modo más o menos natural, aunque yo no fuera consciente en ese momento. Empecé a leer a Levrero a los 16. A partir de ahí sentí que ya tenía ese permiso, digamos”.
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Juan Ignacio puede hablar sin parar durante horas, sin olvidar ninguno de los hilos lanzados y volviendo prudentemente sobre ellos, antes, solo justo antes, de que su discurso pierda las formas de las conversaciones coloquiales.
Al mítico escritor uruguayo, cuando se trata de su vínculo con él, lo llama por el primero de sus nombres: Jorge. Juan Ignacio todavía lo acompaña, mucho después de su muerte, como albaceas y promotor de su obra (junto a su madre), amigo y paciente explicador del fenómeno uruguayo.
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El retrato de mi padre supo ser otras películas. “En su origen se llamaba Los sueños de mis padres”, cuenta. “Era un desborde total. Jorge y Juan José, mi padre y mi padrastro, fueron amigos desde los 18 años, de acá del Centro. Vivían a la vuelta y eran asiduos del Club de la Guardia Nueva, eran fanáticos del tango, especialmente de Piazzolla. Se encontraban ahí a escuchar discos y pasaban charlando. Horacio Ferrer, también pasaba por ahí, era uno de los grandes referentes del grupo. Jorge conoció a mi madre, siendo la esposa de mi padre, una cosa muy generacional. Cuando mis padres se separan, al año, o los dos, mi madre arranca la relación con Jorge. Uno de los asuntos que me había propuesto afrontar con esta película era saber cómo esos amigos de tantos años habían resuelto, o no, su amistad, luego de la separación. Seguí esa historia por un tiempo, tratando de contar mi relación de hijastro y familiar de un consagrado, y la del hijo de un artista anónimo, cuya obra se perdió; que soñó con ser director de orquesta, pero no lo pudo lograr”.
Juan Ignacio abandonó la idea de los dos padres cuando terminó de entender que “Levrero se lo comía todo”, en parte, gracias al fundamentalismo de los muchos fanáticos del escritor y la incapacidad de estos por salir del encantamiento del personaje. El director lo expresa con una gota de hartazgo encima: “Toda esa gente delirando con Levrero…”. A la pasada, también dice algo que descubro en la desgrabación: “ese padrastro que ocupó un lugar que mi padre no pudo seguir ocupando, a partir de que se enfermó y se murió”.
Jorge Mario Varlotta Levrero murió en 2004. Unas semanas antes de su último estertor vital (víctima de una vena aorta reventada) insistió a Juan Ignacio para que leyera un artículo sobre la cría de lagartos incluida en una de las revistas de investigación y ciencia de la biblioteca del escritor, y otro, en otra revista, a propósito de los cuásares en el espacio.
Después de la muerte, Juan Ignacio encontró en esas revistas, y en las páginas referidas, el dinero necesario para pagar el entierro y la parcela.
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Para recordar los mejores momentos junto a Levrero, Juan Ignacio contagia el asombro y el disfrute que sentía cuando se hundían en el sillón del living de su hogar a mirar películas en un televisor. “Jorge se mudó conmigo y con mi madre cuando yo tenía 8 años. El cine era una parte muy importante en su vida. Había alquilado una videocasetera con una cuponera que nos permitía ver una película por día. Me acuerdo de cagarnos de la risa con La Pistola desnuda o Amazonas en la luna. De esa época también me quedaron películas como Extraña amistad, con Whoopi Goldberg, Hechizo del tiempo, El día de la marmota, el cine de Steve Martin, el de los hermanos Cohen, hasta llegar a Tarkovski, que fue mi primer fanatismo”, dice, y confiesa: “Tal vez por eso demoré en dedicarme al cine, era una sombra grande ahí al lado. Primero me dediqué al periodismo, y llegué a publicar algunos artículos para El País Cultural y la Revista Tres”, cuenta.
En sus años de estudio, cada vez que alguien le preguntaba por su padre, Juan Ignacio inventaba. “De más niño contaba muy poco. Después, cada vez que cumplía años y alguien quería saber qué me había regalado mi padre, incluso llegaba a mentir. Me daba vergüenza no tener algo que los demás tenían. Sentía que si no tenía papá no tenía una historia para contar”.
Un día, con otro ejercicio en la facultad, se vio obligado a pasar al frente del salón de clases y leer un texto en el que finalmente reconoció que su padre estaba muerto. “Soy mucho de pasar de la vergüenza y la timidez a la exposición total. Es la historia de mi vida”, dice sobre aquel acontecimiento removedor y reconoce ese rasgo, también en su madre.
Juan Ignacio comenzó a rodar El retrato de mi padre en noviembre de 2017. Antes, una serie de eventos de suceso frenético le permitieron darle sentido al desemboque de su nueva película. “Ignacio, ¿no te das cuenta de que estás enfermo?”, le insistía su madre. “El rodaje de Las Flores de mi familia, terminó conmigo en la forma de ataques de pánico que luego se transformaron en un estado de euforia que duró nueve meses. Ahora era sin parar, la palabra se llevaba todo por delante”, evoca, de una época que también describe como “fascinante”.
Mientras filmaba para Las flores Juan Ignacio volvía obsesivamente, incluso en plena madrugada, a la casa de su madre y su abuela para esperar que pasara algo. “Con las palomas enloquecí”, confiesa (conviene buscar la película y La Novela Luminosa). Las flores fue premiada en varios festivales, Juan Ignacio se enamoró “fuertemente” de una mujer argentina y gastó “desmedidamente” su dinero con viajes repentinos a Buenos Aires; además conoció a su hermano, por parte de Mario, Nicolás Varlotta, radicado en España, con quien luego entablará una gran relación.
“Bueno, vamos a medicar”, siguió Alicia, e indicó ansiolíticos y antidepresivos. Juan Ignacio cayó en una profunda tristeza que duró un año. Hoy puede explicar el episodio de otra manera: “Como dice mi madre, en un momento la emoción hace surco en las neuronas. Después del día luminoso viene la noche más oscura. Y ahí volvió de nuevo mi papá Juan José, y fue como conectar físicamente, lo sentía en el cuerpo. Era como “Ya está papá, soltá porque esto me está asfixiando.”.
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“Estamos hablando de un pasado que ya no tiene modificación”, le dice Alicia a su hijo en El retrato de mi padre. Remarca que siempre quiso ser “cuidadosa” con sus palabras sobre este tema. “¡Ya está, tengo 36 años, basta de ser cuidadosa”, responde el director, sacado de enojo!
Juan Ignacio ve en su nuevo film un camino de búsqueda en el que intenta responder cómo y por qué murió Juan José, su padre; cómo y por qué vivió: “Me gusta hablar de recuperación, este es un viaje de conocimiento, pero también de reconocer un cuerpo, una obra, un padre en sus fallas y sus aciertos”.
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La música que Juan José Fernández dejó grabada se puede emparentar con la de artistas como John Zorn, Mike Patton, y más atrás, con los experimentos de John Cage. En medio del proceso de la investigación, con entrevistas a familiares, conocidos del difunto y muy lejanos accesos, la atonalidad de su padre sale del terreno de la extrañeza y adquiere formas insospechadamente gratas y muy útiles a los fines de la trama y el tono elegido para el relato.
La búsqueda del director había comenzado muchísimo antes, intuitivamente, cuando decidió iniciar otros estudios formales para aprender a tocar la guitarra: “En ese momento la música me empezó a importar mucho más y fue una de las primeras maneras que encontré para conectar con mi padre”.
Juan Ignacio le adjudica a Levrero el gran mérito de haberle enseñado, con su solo proceder, que una película es capaz de propiciar “el encuentro con el otro, la empatía y la catarsis”.
Con esa certeza, el director uruguayo desarrolló una gran habilidad para el manejo de las herramientas del cine, y descubrió que también podía usarlas para encontrar su lugar entre los fantasmas y las dudas de los días. “Yo tengo amigos y colaboradores excepcionales que me acompañan hasta las últimas consecuencias, y me toca vivir en un momento de Uruguay en el que el Estado te otorga fondos para hacer una película de este tipo”, dice cuando se compara con las magras posibilidades que tuvo su padre, a la hora de desarrollar su carrera, o su viaje como músico.
Dos de esos amigos son los otros dos coeditores del documental, Guillermo Madeiro y Guillermo Rocamora, y quienes lo convencieron de que el verdadero protagonista del film era él mismo, “un hijo que intenta reconstruir, reconocer y retratar a su padre”.
Juan Ignacio sabe exactamente qué necesita para fabricar sus películas. “El tiempo que sea necesario”, asegura. “Y si tienen que pasar tres años, que pasen tres años, aunque la productora me quiera matar. Tenés que haber llegado cansado al final. Para vivir verdaderamente las cosas, necesitás estar mucho tiempo, insistir, profundizar en una historia. Cuando hice Las Flores de mi familia no fue solo una película, ese rodaje me permitió compartir tiempo con mi abuela, y lo mismo pasa con esta nueva película; seguro que sin este proyecto no hubiera llevado adelante una investigación sobre la muerte de mi padre. Este trabajo me empujó a tener conversaciones que me costarían muchísimo tener sin cámaras, como la que tengo con mi tía sobre la adicción de mi padre al Sedo-as (un broncodilatador que Juan José usaba para mejorar su ánimo)”, relata. De hecho, ella y mis primos Carlos y Beatriz nunca habían vuelto a hablar del tema”, cuenta.
“Es una forma de hacer cine que te lleva a vivir aspectos cruciales de la vida de una manera intensa, y es así como siento que verdaderamente se encarnan”, dice, y agrega: “el documentalista está deseando que pasen cosas, y si son conflictivas mejor”.
Juan Ignacio piensa que tal vez la vida sea algo tan simple como un impulso, o una película, o la imperiosa necesidad de contar que “alguien alguna vez hizo algo que vale la pena recordar”.
El retrato de mi padre. Ahora en cartel en Cinemateca y Complejo Alfabeta.