Fotografías de: Nicolás Garrido
Neblina
Por los pasillos del Auditorio Nacional del Sodre escucho el sonido de un martillo, desde los sótanos, tres pisos debajo del escenario, en las galerías todavía sin visitantes, en las escaleras del salón principal, en el interior de un ascensor preparado para subir y bajar muchos instrumentos y cajas de amplificación. Golpea sobre una superficie que parece no acusar recibo del impacto, y solo provoca un eco que permite imaginarla gigante y elástica. Un golpe, un segundo de silencio, otro golpe, silencio, otro golpe. De a poco toma la forma de un masa de goma, tendría sentido que siempre haya que hacer algún tipo de reparación, un ajuste de tuercas; el lugar tiene miles de recovecos y puertas. Es un teatro, con una sala principal y otros muchos espacios de encuentro; así pueden pasar veinte, o cien cosas al mismo tiempo.
A las cuatro de la tarde, Iván, bajista de la banda, ya está sobre el escenario. Desenreda cables, tiene una remera de Los Melvins, no habla con nadie, va a continuar su tarea en soledad a ese ritmo hasta que se vaya para su casa.
Andrés prueba su batería. Un golpe, un segundo de silencio, otro golpe.
En la esquina izquierda, de cara a las butacas todavía vacías, Bárbara se deja rodear por su piano. A la derecha, Martín, espera, mira hacia arriba, hay un montón de espacio para llegar hasta el techo, resopla, o suspira, cuando toca la guitarra suelta el riff de “Hombrelobo”, como una melodía que lo tranquiliza o lo anima. Cada uno en su burbuja contiene sus nervios.
“Estamos todos nerviosos”, me cuenta Ernesto un rato más tarde. Llegó el Auditorio a las dos, no pudo dormir en toda la noche, se cortó un dedo, no sabe muy bien de qué manera, con una lasca de metal. Novelero, saca una caja de su bolso, y me muestra, envueltas en papel, unas botas de gamuza prestadas que lo ponen contento de antemano. Pase lo que pase, las va a estrenar esta noche.
Cuando aparece sobre el escenario, para la prueba de sonido, levanta los dos brazos de modo muy peronista para festejar la presencia de cualquiera de los técnicos que siguen llegando infinitamente. Luego va a conversar con Bárbara sobre todo lo que está pronto o se puede resolver sin problemas. “Tranqui”, dirá muchas veces a sus compañeros. O “dale, como quieras”. A esta hora asume su rol de líder, como si se tratara de cualquier otra actuación, incluso, un ensayo y les saca presión a todos con su andar liviano.
Han pasado meses muy largos, y en el medio Eté y Los Problems se transformó en otra banda. A veces, todavía no parecen un grupo especialmente unido. Andrés e Iván podrían ser uno, el más viejo, pero también podrían ser dos. Martín y Bárbara son los más nuevos, y sintonizan, por edad, y algo de sus personalidades; negocian juntos, pero también son dos, diferentes, por ahora.
A veinte metros de distancia y desde la parte más alta del teatro, un vozarrón les habla a cada uno por separado con el fin de ajustar el sonido de sus instrumentos.
A veces les aclara, que les está haciendo un chiste, o genera algo de conversación amable, y se responde casi solo, para romper la magnífica tensión en el aire. Así pasan horas, cuatro, cinco, seis, con el hombre del vozarrón que prueba y prueba, llena todos los silencios incómodos, con oficio, dedicación y paciencia. Todavía necesita probar sonido con la Orquesta, pero Bárbara y Martín insisten en seguir un poco más con la banda. Ernesto se cuelga su guitarra y prueban varias veces con “Los Eucaliptus”.
Walkie talkies
Falta menos de una hora para que los maquinistas levanten el telón y podamos ver esta función especial de Eté y Los Problems.
Afuera, el camión del canal de tevé que transmitirá el show ve pasar filas de curiosos con entradas en la mano. En el interior del rodado una cuadrícula de pantallas muestra una entrevista a Ernesto contando la teoría, la fundamentación y la historia de este evento inédito.
En el escenario está todo pronto. Lo último y más delicado es un tul finísimo y exclusivo para esta Orquesta que todavía no aparece.
De a poco, los concurrentes comienzan a llegar vestidos de invierno, con camperas para eventos familiares, sin estridencias, de zapatos; los que no olvidaron sus ropas negras eligieron las mejores. Dos señoras rubias muy maquilladas no encuentran su asiento por un segundo. Un hombre grande y calvo ya instalado en su butaca, se impacienta por el cumpliento del horario estipulado. En los palcos, las máscaras protectoras lucen especialmente misteriosas.
En camarines, Luis, el manager de la banda, un argentino educado y atento, mueve las manos hacia todas las direcciones, y entre escaleras se toma un minuto para contarme que esto no volverá a suceder, que se arriesgaron a esta jugada que no tiene revancha y para la que están trabajando más de ochenta personas. Ya no les queda mucho tiempo para vestirse rápido y tomar sus puestos. Hay fotógrafos, vestuaristas, iluminadores, mozos, telas sueltas entre escaleras, un hombre reparte walkie-talkies, otro ofrece sándwiches y bebidas. La función está a punto de comenzar.
Se abre el telón y escuchamos “El éxodo”. Todavía son la banda de rock de pequeños teatros y transpiración, vestidos con ropa nueva, con telas de gris plateado. Detrás de la banda, una presencia los vuelve más vulnerables que nunca. Inician el viaje parados en los pedales de su oficio y reciben el primer aplauso; un reconocimiento para aquellos que se animaron. De alguna forma ya lo lograron, pero falta muchísimo. Cualquier cosa podría salir mal.
Ajustan, cruje el piso, el público se mantiene expectante. Avanzan en “Hombrelobo” y un aplauso emocionado y fanático contagia al resto como una mano de rescate, o un abrazo de comunión que aclara las aguas; este viaje como siempre, es con todo el mundo arriba o con ninguno.
La banda explota por primera vez hacia arriba, confiada en su temple, pronta para este extraño paisaje sonoro que comenzamos a descubrir.
La Orquesta es una entidad salvaje. Aparece y desaparece. Ninguno de nosotros en las butacas, tiene el libreto o la partitura de estas piezas que alguna vez escuchamos pero de un modo diferente, en la radio, o cerca de la banda en un salón con olores conocidos.
Esta vez, las melodías se desenvuelven ante nuestros ojos como paquetes de regalos inesperados.
De repente las cuerdas de un violín trepan el telón y en la oscuridad, su sombra gigante y su música desconcierta a cualquier oído vago, lo estimula hacia lugares algo amenazantes y atractivos.
Con “Objetos perdidos” volvemos un poco a tierra, con ese estribillo pop que le gana a cualquiera. “Vení, pasá, hoy podés dormir acá”. Las letras de El éxodo y las de Hambre son parte de una misma historia, y ahora con esta sonoridad de fábulas increíbles, adquieren otras dimensiones para imaginarlas.
La presencia del campo abierto, del cielo estrellado y perdido, de la desolación en carne viva y la angustia de aquel que se perdió, o escapa, interpretada con instrumentos musicales, gracias a un encuentro y una amistad artística, por el espíritu vivo del rock, una noche de sábado invernal en el fondo de un teatro de Montevideo, Uruguay.
Corresponde decirlo así, a esta altura de la noche; ¡lo que bancan Bárbara en el piano y Martin en la guitarra, a las dos puntas de Ernesto, y en la primera línea!
Creo que Bárbara tomó esta actuación como algo personal. Sabía que podía dominar esta situación con mayor facilidad que sus compañeros, se guardó el susto en un bolsillo, y desde el principio estuvo lista para conquistar al público y resolver cualquier contratiempo.
No tengo idea si Martín es un virtuoso de la guitarra. Vi cómo lleva los riffs, pegados al cuerpo, como partes suyas, seres aullantes que se le desprenden, y también lo atento y vigilante que se mantiene desde su lugar. Andrés es una roca. Iván viaja en el mundo de su bajo y también, y especialmente, con el bandoneón, un color que le queda cada vez mejor a la canciones de Eté.
En el espacio habilitado para mostrar de qué se trata esta Orquesta en las sombras, “Ruta 8” se vuelve gitana y arriesgadamente disonante. Sale bien la jugada. Podría recordar a John Zorn. “Máquina del tiempo” y este traje arrabalero me gusta mucho más.
“Cacería” ya era mi canción preferida de Los Problems. El contrabajo le queda perfecto a la base de Trent Reznor. Me quedo con esta, como la mejor de la noche, pero no fue la más importante.
Ernesto ahuyentó a todas las bestias voladoras, con pasos de baile, metido en la canción, agitando al resto con serenidad, escribiendo cada letra en el aire con la concentración del Tato cuando tiraba libres.
Encontró su mejor forma en “Al menos para vos”, pero todo eso resulta anecdótico y rutinario.
Lo trascendente sucedió en “Confesá. En el segundo puente instrumental la banda fue por primera vez una sola, la aleación de los cinco metales tomó el estado sólido de un momento de rock contundente que el público -viejo y nuevo- supo reconocer con aplausos y asombro. La Orquesta acompañó esa ceremonia, invisible pero más presente que nunca.
Nacho Algorta, el otro socio en esta ocurrencia, director y arreglador, ahora más humano que nunca se dejó ver en el piano para tocar junto a Ernesto “Los Muertos”, y sobre el final la banda volvió para interpretar de taquito una exquisita versión de “Hambre” sin necesidad de ajustar más nada.
Los dos bises me los guardo. Valdrá la pena esperar un buen registro para volver a disfrutarlos como todo el resto. Con los vientos que tan bien quedaron, el acordeón, un Elvis, un Sinatra, y otros seres y lugares que quedarán en la memoria de cada uno de los presentes para evocar nuevamente.
Antes de irme, volví por camarines. Saludé a Marto (invitado en “Confesá”) que me dijo cuánto sigue disfrutando cada vez que vuelve a tocar su bajo con Los Problems, y también que solo viene por los sándwiches. A Ernesto, encorvado en un sillón, y con una porción de muzzarella, todavía le quedaba aire para hablar del parecido de este show con los de Zíngaros. Los vi abrazarse a todos, y también, al final, agotado pero feliz, pronto para el abrazo colectivo, al pequeño hombre de barba con cara de niño, el del vozarrón desde las alturas, sonidista y jefe de escenario del grupo, un tal Juanito.
Textos: @federico_medina76
Fotografías: @nicogarridomvd