Permanente estado de gracia: Una noche de sábado Fito Páez volvió a actuar en Montevideo.
Foto: Marcos Mezzottoni
Nunca había conocido ese lugar. Luego recordé que sí, y muchas veces, quizás ahora estaba algunos cuantos metros más abajo, de los muchos que hubo que escarbar, para terminar de construir esta nueva edificación.
En verdad, ahora que pienso, la anterior también tenía escaleras hacia abajo y quizás, no, sin quizás, para llegar al lugar más importante del recinto era necesario descender hacia el final de una profundidad más grande y lejana.
Aquel fue el Cilindro Municipal de Montevideo. De sus impulsores se podrá decir que no tuvieron demasiada imaginación a la hora de ponerle un hombre, y que la descripción físico geométrica del lugar era correcta, pero no sería del todo cierto.
La fría historia escribió en documentos que en 1956 primero se llamó Estadio Dr. Héctor A. Grauert pero luego el común de la gente y los diarios optaron por olvidar a aquel político batllista -que también tuvo que ver con la construcción del Teatro de Verano- y se quedaron con “El cilindro”.
Pasaron un montón de cosas ahí, algunas muy terribles, en tiempos de dictadura militar.
Luego ese tiempo pasó y nos quedamos con el Cilindro. Creo que hicimos buen uso. Yo fui a ver partidos de básquet muchas veces. Vi, mayormente al seleccionado uruguayo, y muchas veces a Hebraica y Macabi. Un año iba todo el tiempo y solo. Por ejemplo, saqué entradas para un torneo internacional del que participaban Atenas de Córdoba y Welcome de Uruguay.
Luego de un tiempo y como es lógico aprendí a recorrer el estadio como si fuera mi casa. Creo que esa fue la última vez. Me quedé mirando casi de al lado la mecánica de tiro del base argentino Marcelo Milanesio.
Este lugar, el actual, es muy distinto. No tiene olor a panchos y linimentos, y si algún día lo tiene, un sofisticado sistema de aire acondicionado lo debe perfumar con una fragancia más acorde al gusto promedio de un turista.
Tiene un techo de luces de última generación, como las de una estudio de tevé. Las gradas parecen móviles, con vida propia, pero son amigables. El piso todavía se conserva reluciente, lo mismo pasa con el blanco y los vidrios de la recepción. Casi lo olvido, por fuera, solo se ve cristal, y de noche todo se ilumina, como un gran aeropuerto.
Sus empleados llevan el pelo muy corto o recogido y son extremadamente pulcros y simpáticos.
Las sillas, como la que me tocó esta noche, está muy cerca del artista que está a punto de presentarse; es cómoda y práctica. Literalmente, siento que me la podría llevar para casa, pero estoy con la cabeza en otro lado ahora. Me olvidé, por un instante, del dinero y las cuentas, no me vestí especialmente bien pero el lugar y las ropas de los demás me generan la ilusión de que sí lo hice. Mi pareja también se tomó ese trabajo, así que le doy la mano, para probar si es posible que se transmita la elegancia de etiqueta, que parece imprescindible para esta ocasión.
Al rato, mientras espero que comience el show, embelesado por ese espacio al que volveré para ver básquet, me doy cuenta que en minutos, el artista pasará cerca mío antes de subir al escenario.
Es Fito Paez, un genio musical con una discografía envidiable y que sabe cómo hacer un gran show de rock. Ya lo he visto. Una vez en vivo hace más de veinte años, y otras, en la televisión.
Supongo que cuando uno recuerda a una persona, a cualquiera, siempre aparece en la mente una primera imagen, como quien busca en internet.
Mi primera de Fito es de las grabaciones de Piano Bar de Charly García. Es el Fito joven, y algo reventado, pero siempre profesional. En los videos que hay youtube, una noche llega un poco tarde, o justo a tiempo al estudio, y deja una flauta de pan, apoyada en uno de los costados de su teclado.
La siguiente foto es de cuando se cortó todo su pelo largo. Esto pasó hace mucho también.
Está con una poleras que le protegen su garganta de cantante, o traje adulto y responsable. Y está bien, en paz. Después, sin importar su ropa parece siempre el mismo, locuaz y amoroso, también feroz y obsesivo y por sobre todas las cosas, generoso y conectado con el arte las veinticuatro horas del día.
En el piso, como les conté, muy cerca de mi privilegiado lugar, hay un caminito de luces que llevará al artista hasta el escenario. Pasadas las nueve de la noche, di vuelta la nunca y lo vi.
Apareció del fondo de un túnel iluminado, con dos o tres personas, caminó con serenidad y firmeza por este cemento nuevo, y de a poco, el público en las gradas lo descubrió. Aplausos, y admiración.
Su saludo fue amable y con una sonrisa, cercano, pero también con el precioso aire de un monarca del arte, consagrado y respetado en su condición; con el glamour y la petulancia como armas perfectamente ganadas y con las que le toca liderar este juego de rol del que todos participamos felices.
Una pequeña escalera para subir a un pequeño escenario en el centro del lugar gigante. Un piano, un micrófono, y poco más.
Calentó su voz con “La conquista del espacio” en fa mayor. Le propuso a su piano uno de sus antojadizos modos de interpretar esta primera canción. Son lo mismo.
Imagino a ese piano como un amigo suyo, con algo animal fiel con el que puede contar siempre pero también salvaje, porque tiene vida propia y la música que sale de su madera tiene la capacidad de sorprender a cualquiera -él incluido- en el momento menos esperado.
Fito lo sabe y juega todoooo el tiempo. Eso es lo que vemos, y escuchamos. Y está su voz. No estoy seguro si siempre lo fue. Hoy es un cantante increíble. Mientras se lanza a la aventura podemos recorrer las instalaciones de las academias de música más estrictas y los retratos pictóricos de los grandes compositores en museos y palacios.
Yo recuerdo a Beethoven en las escenas de La Naranja Mecánica, y las melodías mínimas que con las que Stanley Kubrick acompañaba las grandes superficies verdes en Barry Lyndon; las portadas de algunos discos compactos de mi hermano Fernando, con etiquetas amarillas y postales europeas hermosas: Brahms, Bachs, y especialmente uno de Edvard Grieg.
En escena Fito es el más zarpado y estricto de la clase al mismo tiempo. Siempre arriesga, porque sino, supongo, no se divierte, o no aprende. La ceremonia es íntima y de indudable festejo, eso está asegurado con la entrada, pero también podría ser, para él y su vida, como un work in progress, una clase más que se autoimpone, pero una clase divertida.
Contó que como casi todos, casi se vuelve loco en la pandemia y que se abrazó a la música.
Tocó “El mundo cabe en una canción” y después avisó sobre su inglés, antes de animarse con una de Bob Dylan en su atril, “I contain Multitudes”.
No lo vi al principio, pero cuando estuvo cerca del escenario lo reconocí de inmediato: Hugo Fattoruso.
Es bien chiquito y flaco, y fue de manga corta. Parece, solo un poco nervioso. Espera de pie su turno junto a un asistente, o una columna. Tiene las manos juntas, y trajo sus lentes.
Fito lo presenta, lo llena de elogios, como lo hizo toda su vida. Le presta el piano, y Hugo toma el poder. Ahí, en esa butaquita, sentado con la columna vertebral envidiablemente erguida, y ajeno al mundo, canta y toca “Giros” a su manera, con su destreza de nacimiento, añeja y sólida, corriendo libremente por sus venas. El arreglo es muy diferente al de la versión original, un arreglo de tango, Fito lo acompaña, nota por nota, sigue a su maestro. Lo de Hugo es soberbio. Fito volverá a agradecerle su amistad y su talento, y volverá a quedar solo entre la multitud.
Ahora está tocando “Tumbas de la gloria”. Mil veces la escuché. Me vuelve a deslumbrar eso que inventó como estructura musical, un poquito beatle pero mucho más grandilocuente, y al mismo tiempo arrabalero y porteño, abismal y preciosista. Pero eso ya lo sabía, simplemente lo disfruto una vez más, mientras pienso qué hijo de puta, cómo se le ocurrió: “Tu amor abrió una herida porque todo lo que te hace bien siempre te hace mal. Tu amor cambió mi vida como un rayo para siempre, para lo que fue y será”, y mejor todavía “Cuando era pibe tuve un jardín, pero me escapé hacia otra ciudad y no sirvió de nada, porque todo el tiempo estaba yo en un mismo lugar, y bajo una misma piel y en la misma ceremonia. Yo te pido un favor, que no me dejes caer, en las tumbas de la gloria”.
Al rato, vi a una mujer, ella sí, bastante nerviosa. Era Anita Álvarez Toledo.
En el ejercicio de la primera foto, para mi ella siempre será la amiga de Gustavo (Cerati), la cantante y cómplice de sus viajes, la de shows de peligro, baile y seducción, tal como los armó Gustavo para las giras de Ahí vamos o Fuerza natural.
A mi también me enamoró desde la primera vez. Era, es, como el filo de una navaja. Junto con la guitarra distorsionada de Gustavo, era lo más rock de toda su banda sofisticada y supercool, y cuando pintaba también era ella la más sofisticada y cool.
Esta noche tiene un vestido negro, el pelo largo y rubio peinado para un show de Sinatra.
No mueve sus tacos del espacio de baldosa, expectante y atenta, hasta que Fito la recibe en el escenario.
Lo acompaña en un popurrí que tiene “Cable a tierra” y “El amor después del amor”. Se la nota emocionada y algo vulnerable. Prueba muchas formas de acompañar a Fito, recibe un gran aplauso del público, y antes de irse, le dice algo en el oído a su amigo.
Fito sigue en la suya, habla un poco con el siempre tímido público uruguayo, que se sabe todas sus canciones, y cuando él se lo pide, las canta de forma algo suave y temerosa. Su atenuante es la falta de costumbre, la pandemia. Igual, sale bien. Se escucha una melodía de fogones perdidos en un campamento cuando prueba con “Al lado del camino”.
Ya sé que Fito se puede quedar horas ahí arriba, o mejor dicho, ahí abajo, en unas profundidades modernas e iluminadas de las que saldrá en un rato, con un montón de aplausos y amor, hasta la próxima vez.
Cuando lo vi entrar por ese túnel, tal como lo había imaginado, volví a pensar en la foto más nueva que tengo en la cabeza. La de un hombre que parece haber alcanzado cierto estado de gracia y que solo puede compartirlo generosamente. Está claro, que como todo, se trata de una ilusión. Lo dijo ni bien llegó, que casi se vuelve loco de vuelta, que entonces se aferra a la música como última salvación y que vino hasta acá para darlo todo.
Gracias, Fito.
Instagram: @federico_medina76
Twitter: @fed_medina